lunes, 17 de junio de 2013

LA COMUNICACIÓN QUE CONSERVA A LA FAMILIA



Cuando contemplamos algo hermoso, como un paisaje lleno de vida, surge en nuestro interior una emoción de plenitud, pero, al mismo tiempo, aparece, como una sombra, un estremecimiento de duda: ¿no lo echaremos a perder lo seres humanos? A lo largo de las últimas entregas, hemos hablado de responsabilidad y de laboriosidad como dos elementos necesarios para la construcción de los valores de la familia y de la mejora de cada una de las personas que la forma. También, poníamos en guardia contra el peligro del egoísmo y del individualismo a la hora de vivir estas virtudes, y, por ello, la necesidad de vivirlas con solidaridad y gratitud ¿Cómo hacer para que lo que a todas luces es valioso, no se corrompa por esta universal tentación que afecta al ser humano? Una clave está en fomentar en la relación familiar una comunicación positiva, generosa, abierta, confiada, pues lo que une a la familia es la comunicación que permite salir de uno mismo, abrirse a los demás, propiciar el mutuo contacto.. Pero ¿de qué comunicación hablamos? ¿No resulta que muchos momentos de comunicación familiar no son precisamente positivos? ¿No pasa que la comunicación familiar se distorsiona, a veces por aspectos interiores, a veces por aspectos exteriores, generando sufrimientos e incomprensiones? Hace falta comunicar adecuadamente y la familia puede ser el contexto propicio para la educación a la sinceridad y a la verdad.. Ello requiere cuidar los modos de la comunicación familiar, evitando, por ejemplo, la murmuración que desfigura al otro, algo muy grave cuando precisamente ese otro es parte de la propia familia. Como decía el Papa Francisco el pasado 27 de marzo: Cuando hablar se convierte en habladuría, murmuración, esto es una venta y la persona que está en el centro de nuestra murmuración se convierte en una mercancía. No sé por qué pero existe una alegría oscura en el chisme. Se comienza con palabras buenas, pero luego viene la murmuración. Y se empieza a despellejar al otro. Deberíamos pensar que cada vez que nos comportamos así, hacemos la misma cosa que hizo Judas, que cuando fue a los jefes de los sacerdotes para vender a Jesús, tenía el corazón cerrado, no tenía comprensión, no tenía amor, no tenía amistad.
La verdadera comunicación implica tres actitudes positivas: la primera, saber dar voz al bien, es decir, buscar comunicar lo bueno por encima de lo malo, evitando que las conversaciones sean sólo de crítica, como cuando se dicen palabras y se lanzan mensajes con ligereza, sin asumir ningún compromiso por las consecuencias de lo que se afirma, incluso cuando hay que admitir los propios errores, pidiendo perdón. La segunda, unir las palabras al ejemplo, para que no suceda que “nuestras obras no dejan oír nuestras palabras”. Los padres tienen la tarea de enseñar a los hijos a cumplir el bien y a evitar el mal y, asimismo, a apreciar el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. La coherencia de vida de los padres fortalece su enseñanza y la hace verdadera, especialmente cuando se refiere al bien que hay que hacer y al amor que hay que vivir. El modelo de quien vive lo que enseña es perennemente válido y, sobre todo hoy, conserva toda su inigualable eficacia. Y la tercera, buscar la sabiduría en lo que hablamos, es decir, comunicarnos con los nuestros desde una visión más elevada, en el caso de la familia cristiana desde la visión de Dios. ¡Qué diferente es la comunicación familiar cuando lo que se habla de los otros o con los otros, pasa por el filtro de la visión de Dios! Nunca está de más hacerse la pregunta: ¿cómo ve Dios a mi hijo, o a mi esposo, o a mi hermano? Si hiciéramos esto, como un estilo de vida en el que se debe educar a los hijos desde tierna edad, nuestro modo de tratar y de tratarnos sería más rico y positivo… además estaríamos cuidando que nada arruinase el paisaje de nuestra familia. 



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