martes, 9 de julio de 2013

PASADOS DE MODA



De pequeño mis padres me llevaban a la casa de una tía abuela, que vivía en Madrid, cerca de la Fuente del Berro. Mi recuerdo es de una casa oscura y con olor a siglo antepasado. Eso mismo pasa con algunas palabras que parecen saber a viejo y caduco, como la palabra virtud, que se mete en nuestros oídos como el recuerdo de la casa de mi tía madrileña. Y todavía es peor lo que sucede con la expresión “hábito virtuoso”, que se nos hace rara y desfasada, aunque tenga el importante cometido de ser la estructura interior que siempre opera en nosotros de cara al bien. En la formación de la familia y de los hijos, la virtud hace fuertes para saber cómo enfrentar las dificultades de la vida y elegir el camino que tomar, de cara a uno mismo, o de cara a la sociedad. Educar en la virtud no abarca nada más los grandes momentos de la existencia, sino que, de modo especial, se vive en las pequeñas cosas de la vida. 
En la familia se empieza a vivir el estilo de vida, que manifiesta la grandeza del corazón humano: En la familia lo pequeño se hace grande, los comportamientos cotidianos se hacen modos de vida, y las decisiones sencillas consolidan los grandes proyectos. En la familia se educa a decir «gracias» y «por favor», a ser generosos y a estar disponibles, a ofrecer las propias cosas, a prestar atención a las necesidades y emociones de los demás, a considerar las fatigas y las dificultades de quien tenemos cerca, a no ofender a quien es más débil. En las pequeñas acciones de la vida cotidiana, aprendemos a establecer una buena relación con los demás y a vivir compartiendo porque, sin altas elucubraciones filosóficas las relaciones familiares se ven guiadas por la ley de la «gratuidad» que respeta y favorece en todos y cada uno la dignidad personal, como principal título de valor. 
¡Qué grande es el abanico de virtudes que habitan en la sencillez de la vida de hogar!: En la familia se adquiere la sabiduría respecto a la vida humana, se conoce el variado mundo de los afectos, se hace experiencia de la acogida, la ternura, el perdón, la generosidad, la entrega. En el clima familiar se constata que es mejor dar que ser mezquino, perdonar que vengarse, ofrecer que aprisionar, darse sin escatimar la dificultad. En la familia se abren los horizontes de la atención a los demás, de la dedicación, de la generosidad, del altruismo. La familia se convierte en el primer lugar donde se aprende el sentido verdadero de la justicia, de la solidaridad, de la sobriedad, de la sencillez, de la honradez, de la veracidad y de la rectitud, y más allá de las paredes de la propia casa, se abre a la historia que se vive junto a los demás en la sociedad común. 
En la familia se aprende que las dificultades y los problemas son cosas de todos los días, que no siempre la armonía es el aire que se respira en el hogar, por lo que el ambiente familiar enseña a superar, o por lo menos a sobrellevar, las divisiones y laceraciones, el surgir de fracturas en las relaciones con el cónyuge, el padre, el hijo, el hermano o la hermana … y, ante este reto, la familia hace el esfuerzo por volver a encender la llama del amor, el deseo sincero del bien de los demás, comparte el dolor cuando alguien está mal, aunque se haya comportado como un «enemigo», eleva una oración por quien nos ha ofendido. Por todo esto, la familia es el ambiente donde el mal puede ser afrontado y superado. Todo esto es muy hermoso, pero solo si se respira con el pulmón de la virtud, es decir si estas dimensiones de la persona y de la convivencia se hacen en nosotros un modo de ser que se aterriza en la vida concreta. Entonces entendemos que también en la casa de mi tia madrileña podía entrar a raudales la luz de sol.

jueves, 4 de julio de 2013

ELEGIR EL BIEN, MIRAR EL FUTURO


Por mucho que se quiera no hay forma de prever todos los elementos en los que los hijos tendrán que desarrollar sus vidas: es imposible que los padres puedan prepararlos a enfrentar todas las realidades, la velocidad a la que se mueve la sociedad actual y las relaciones de la misma lo hacen prácticamente improbable. Solo cuando la familia forja una estructura moral y unas virtudes se da la oportunidad de que cada hijo desafíe su vida y su futuro con mayor capacidad de éxito, o que por lo menos tenga la fortaleza para mantener su identidad y sus valores en medio de ambientes que no siempre se podrá pronosticar si son positivos o negativos. Los padres no pueden garantizar a los hijos un crecimiento en riqueza, prestigio, seguridad. Sin embargo, si les ayudan a cultivar las virtudes, la siguiente generación podrá mirar al futuro con esperanza, pues han sido educados con perseverancia al bien. 
Es precisamente esta la gran tarea de una familia, educar a los hijos a elegir el bien. El bien no siempre está a la mano, ni siempre es fácil, ni siempre es completo, pero si en el corazón está estructurado el buscar el bien, tarde o temprano el ser humano será capaz de encontrar el camino, como decía hace poco el Papa Francisco: ¡Hemos sido creados hijos a imagen de Dios y la sangre de Cristo nos ha redimido a todos! Y todos tenemos el deber de hacer el bien. Y, este mandamiento de todos hacer el bien, pienso que es un buen camino para la paz. Si nosotros, cada uno por su parte, hace el bien a los demás, nos encontraremos allá, haciendo el bien; y lo hacemos poco a poco, lentamente, realizamos aquella cultura del encuentro: la que tanto necesitamos. Encontrarse haciendo el bien. ‘Pero yo no creo, padre, ¡yo soy un ateo!’. Pero haz el bien: nos encontramos allá". Ciertamente, elegir el bien no es siempre sencillo, porque en todos nosotros habitan enemigos que buscan oscurecer nuestra capacidad de preferirlo, como son el egoísmo, la resignación, o el materialismo. Todos ellos amarran al ser humano para impedirle caminar por el camino del bien, o hacerlo más lento para distinguir ese sendero. 
Elegir el bien es siempre un riesgo, porque implica no conformarse con lo que ya se ha encontrado, sino preferir lo que es más bello, más prometedor, más grande. Esto no es una tarea de lo que podríamos llamar “la cultura superacionista”, sino tarea de quien sabe que, en la circunstancia en la que se encuentre, siempre buscará ofrecer algo más, algo mejor, algo que dé un poco más de esperanza. Que, aunque sea un poquito, cada uno puede dejar algo mejor detrás de sí, porque ha elegido algo mejor para ir delante de sí. Es dejar, en lenguaje cristiano, que la chispa divina presente en cada uno y que ni siquiera el pecado ha eliminado, pueda renovar la sociedad según el designio de su Creador, impulsados por la generosidad que, al estilo de Dios, permite mirar más lejos y vivir una alegría mayor, una esperanza más fuerte, una mayor valentía en sus decisiones. 
Por eso, la familia, sobre todo la familia cristiana, además de ayudar a elegir el bien, también debería ayudar a elegirlo según el marco de referencia que supone la ley de Cristo que enseña a amar a los demás como Él nos ha amado. Educar en el bien según este estilo edifica corazones de hijos de Dios a semejanza del Padre, y, yendo más allá de los cálculos y garantías del propio interés, evita que la familia se encierre en la lógica del provecho egoísta, descuidando el futuro de la sociedad. Enseñar a elegir el bien desde el marco de Dios es certeza de que los hijos podrán enfrentar un mundo que ya no será el mundo de sus padres.