martes, 9 de julio de 2013

PASADOS DE MODA



De pequeño mis padres me llevaban a la casa de una tía abuela, que vivía en Madrid, cerca de la Fuente del Berro. Mi recuerdo es de una casa oscura y con olor a siglo antepasado. Eso mismo pasa con algunas palabras que parecen saber a viejo y caduco, como la palabra virtud, que se mete en nuestros oídos como el recuerdo de la casa de mi tía madrileña. Y todavía es peor lo que sucede con la expresión “hábito virtuoso”, que se nos hace rara y desfasada, aunque tenga el importante cometido de ser la estructura interior que siempre opera en nosotros de cara al bien. En la formación de la familia y de los hijos, la virtud hace fuertes para saber cómo enfrentar las dificultades de la vida y elegir el camino que tomar, de cara a uno mismo, o de cara a la sociedad. Educar en la virtud no abarca nada más los grandes momentos de la existencia, sino que, de modo especial, se vive en las pequeñas cosas de la vida. 
En la familia se empieza a vivir el estilo de vida, que manifiesta la grandeza del corazón humano: En la familia lo pequeño se hace grande, los comportamientos cotidianos se hacen modos de vida, y las decisiones sencillas consolidan los grandes proyectos. En la familia se educa a decir «gracias» y «por favor», a ser generosos y a estar disponibles, a ofrecer las propias cosas, a prestar atención a las necesidades y emociones de los demás, a considerar las fatigas y las dificultades de quien tenemos cerca, a no ofender a quien es más débil. En las pequeñas acciones de la vida cotidiana, aprendemos a establecer una buena relación con los demás y a vivir compartiendo porque, sin altas elucubraciones filosóficas las relaciones familiares se ven guiadas por la ley de la «gratuidad» que respeta y favorece en todos y cada uno la dignidad personal, como principal título de valor. 
¡Qué grande es el abanico de virtudes que habitan en la sencillez de la vida de hogar!: En la familia se adquiere la sabiduría respecto a la vida humana, se conoce el variado mundo de los afectos, se hace experiencia de la acogida, la ternura, el perdón, la generosidad, la entrega. En el clima familiar se constata que es mejor dar que ser mezquino, perdonar que vengarse, ofrecer que aprisionar, darse sin escatimar la dificultad. En la familia se abren los horizontes de la atención a los demás, de la dedicación, de la generosidad, del altruismo. La familia se convierte en el primer lugar donde se aprende el sentido verdadero de la justicia, de la solidaridad, de la sobriedad, de la sencillez, de la honradez, de la veracidad y de la rectitud, y más allá de las paredes de la propia casa, se abre a la historia que se vive junto a los demás en la sociedad común. 
En la familia se aprende que las dificultades y los problemas son cosas de todos los días, que no siempre la armonía es el aire que se respira en el hogar, por lo que el ambiente familiar enseña a superar, o por lo menos a sobrellevar, las divisiones y laceraciones, el surgir de fracturas en las relaciones con el cónyuge, el padre, el hijo, el hermano o la hermana … y, ante este reto, la familia hace el esfuerzo por volver a encender la llama del amor, el deseo sincero del bien de los demás, comparte el dolor cuando alguien está mal, aunque se haya comportado como un «enemigo», eleva una oración por quien nos ha ofendido. Por todo esto, la familia es el ambiente donde el mal puede ser afrontado y superado. Todo esto es muy hermoso, pero solo si se respira con el pulmón de la virtud, es decir si estas dimensiones de la persona y de la convivencia se hacen en nosotros un modo de ser que se aterriza en la vida concreta. Entonces entendemos que también en la casa de mi tia madrileña podía entrar a raudales la luz de sol.

jueves, 4 de julio de 2013

ELEGIR EL BIEN, MIRAR EL FUTURO


Por mucho que se quiera no hay forma de prever todos los elementos en los que los hijos tendrán que desarrollar sus vidas: es imposible que los padres puedan prepararlos a enfrentar todas las realidades, la velocidad a la que se mueve la sociedad actual y las relaciones de la misma lo hacen prácticamente improbable. Solo cuando la familia forja una estructura moral y unas virtudes se da la oportunidad de que cada hijo desafíe su vida y su futuro con mayor capacidad de éxito, o que por lo menos tenga la fortaleza para mantener su identidad y sus valores en medio de ambientes que no siempre se podrá pronosticar si son positivos o negativos. Los padres no pueden garantizar a los hijos un crecimiento en riqueza, prestigio, seguridad. Sin embargo, si les ayudan a cultivar las virtudes, la siguiente generación podrá mirar al futuro con esperanza, pues han sido educados con perseverancia al bien. 
Es precisamente esta la gran tarea de una familia, educar a los hijos a elegir el bien. El bien no siempre está a la mano, ni siempre es fácil, ni siempre es completo, pero si en el corazón está estructurado el buscar el bien, tarde o temprano el ser humano será capaz de encontrar el camino, como decía hace poco el Papa Francisco: ¡Hemos sido creados hijos a imagen de Dios y la sangre de Cristo nos ha redimido a todos! Y todos tenemos el deber de hacer el bien. Y, este mandamiento de todos hacer el bien, pienso que es un buen camino para la paz. Si nosotros, cada uno por su parte, hace el bien a los demás, nos encontraremos allá, haciendo el bien; y lo hacemos poco a poco, lentamente, realizamos aquella cultura del encuentro: la que tanto necesitamos. Encontrarse haciendo el bien. ‘Pero yo no creo, padre, ¡yo soy un ateo!’. Pero haz el bien: nos encontramos allá". Ciertamente, elegir el bien no es siempre sencillo, porque en todos nosotros habitan enemigos que buscan oscurecer nuestra capacidad de preferirlo, como son el egoísmo, la resignación, o el materialismo. Todos ellos amarran al ser humano para impedirle caminar por el camino del bien, o hacerlo más lento para distinguir ese sendero. 
Elegir el bien es siempre un riesgo, porque implica no conformarse con lo que ya se ha encontrado, sino preferir lo que es más bello, más prometedor, más grande. Esto no es una tarea de lo que podríamos llamar “la cultura superacionista”, sino tarea de quien sabe que, en la circunstancia en la que se encuentre, siempre buscará ofrecer algo más, algo mejor, algo que dé un poco más de esperanza. Que, aunque sea un poquito, cada uno puede dejar algo mejor detrás de sí, porque ha elegido algo mejor para ir delante de sí. Es dejar, en lenguaje cristiano, que la chispa divina presente en cada uno y que ni siquiera el pecado ha eliminado, pueda renovar la sociedad según el designio de su Creador, impulsados por la generosidad que, al estilo de Dios, permite mirar más lejos y vivir una alegría mayor, una esperanza más fuerte, una mayor valentía en sus decisiones. 
Por eso, la familia, sobre todo la familia cristiana, además de ayudar a elegir el bien, también debería ayudar a elegirlo según el marco de referencia que supone la ley de Cristo que enseña a amar a los demás como Él nos ha amado. Educar en el bien según este estilo edifica corazones de hijos de Dios a semejanza del Padre, y, yendo más allá de los cálculos y garantías del propio interés, evita que la familia se encierre en la lógica del provecho egoísta, descuidando el futuro de la sociedad. Enseñar a elegir el bien desde el marco de Dios es certeza de que los hijos podrán enfrentar un mundo que ya no será el mundo de sus padres. 

jueves, 27 de junio de 2013

TEJER LA FAMILIA


Decimos siempre que la familia es la célula de la sociedad, pero esto muchas veces se queda en una formulación barata sin mayor trascendencia. Sin embargo, en la práctica, constatamos cada día que de las familias sanas se producen sociedades y ambientes sanos, y, en un proceso que es reciproco, de sociedades sanas vemos configurarse con más facilidad familias sanas. Con todo, la sociedad actual parece pedir mucho de la familia, como si las familias modernas estuvieran obligadas a un esfuerzo extra en su tarea de cara a la construcción de una sociedad sana. Con mucha frecuencia, la familia se ve impotente ante las olas que de diversos modos le lanza la sociedad, pensemos en el empuje al consumo de todo tipo, incluido el tecnológico, o pensemos en los movimientos sociales, influyentes sobre todo de adolescentes y jóvenes, o pensemos en la fuerza de los medios de comunicación y de las redes sociales que, en ocasiones, interfieren en el papel que la familia puede desarrollar en la educación de los hijos. 
Todo esto provoca que la familia se vea indefensa, o a veces impotente, para transmitir los valores que debería comunicar, a fin de ofrecer a la sociedad seres humanos que puedan forjar estructuras sociales sanas. Queda claro que es un problema de interacción entre la sociedad y la familia, y que por alguna parte se tiene que detener. Por una parte, no es fácil generar las corrientes sociales masivas que pudieran romper las tendencias que impiden a la familia ser lo que tiene que ser, y por otra parte, tampoco es fácil para la familia singular el llegar a influir en la sociedad global: en la mayoría de los casos, cada familia tiene un ámbito de influjo, que es el primer círculo de la propia comunidad, luego se abre a los ámbitos de la familia extendida y, de modo más diluido al alcance social. Quizá, todavía se podría llegar al ámbito de la propia comunidad religiosa o educativa, en algunos casos. Por ello, el único camino que parece viable es que cada familia, además de hacer lo más que pueda en su terreno, dé a los suyos herramientas para construir su propio ambiente y busque ser testimonio de los valores y virtudes que constituyen su proyecto de vida en su ámbito comunitario. En definitiva, la familia, y cada uno de su miembros, debe contar con los hilos que, siendo un programa propositivo para su vida interna, “tejen” a la familia como una “oferta” positiva para la sociedad.

viernes, 21 de junio de 2013

RECETAS FAMILIARES


Cuando miramos para atrás en la vida vemos muchos ingredientes en la receta de nuestra existencia: algunos los han puesto las circunstancias, otros las amistades, otros nuestras decisiones, pero, muchos de ellos, los traemos de nuestra familia. La familia, es el contexto en el que nos formamos en muchas cosas y esto es gracias al compromiso, con sus riquezas y carencias, de los padres. Ante esto, aprender a decir «gracias» es algo que no se puede dar por descontado y es totalmente indispensable. Llevar adelante todo lo que la familia debería entregar a los hijos no es fácil, por eso para mirar para adelante en la vida tenemos que reconocer algo de las riquezas que hemos recibido, vivirlas e intentar transmitirlas en primera persona. En este sentido, nos pueden servir tres ingredientes para la receta que todos necesitamos tener: responsabilidad, laboriosidad y el reconocimiento del otro, en especial el reconocimiento del papel de la mujer.
Siempre hay que fomentar el que todos sean responsables de todos: Cada cual es responsable de la vida de los demás. Todos están llamados a reconocer los dones que han recibido de Dios, a poner los suyos a disposición de los demás y a valorar los de los demás. Esta visión de lo que hemos llamado la responsabilidad “solidaria” permite que las diversas generaciones se entrelacen dentro de la familia, ciertos de que todos tienen algo que aportar a los demás. De modo especial, hoy tenemos que destacar el papel de los ancianos, cuya presencia resulta más valiosa que nunca, en una cultura del individualismo y del utilitarismo, que a veces provoca que su aportación a la vida familiar sea poco reconocida.
En toda familia la laboriosidad es el cimiento de su fundación y el camino de su desarrollo. Trabajo y laboriosidad condicionan el proceso de educación dentro de la familia, precisamente porque cada uno, entre otras cosas mediante el trabajo, “se hace ser humano”, y este es precisamente el fin del proceso educativo familiar. Para ello, en primer lugar hay que tener la actitud de lucha contra la pereza, con celo, exigencia, tenacidad. Esto cuesta porque hoy estamos rodeados de ocio, entretenimiento, tiempo libre, como parte de la vida normal. Es complejo hablar de pereza cuando el ocio es un valor y una conquista. La solución está en el equilibrio y en el sentido. El equilibrio combina las actividades del ser humano y, entre ellas, está el descanso. El sentido da al ocio su objetivo: recuperar fuerzas para el trabajo y disfrutar de los valores que existen en los momentos en que el trabajo no ocupa al ser humano. Queda claro que es fundamental evitar un ocio que lleve a faltar a las responsabilidades y descuidar los compromisos. En segundo lugar, es muy útil vivir la laboriosidad como un entrenamiento ante las fatigas y sacrificios en la vida. Si solo valoramos el descanso y no estamos preparados para las prueba, será difícil afrontar los momentos de dificultad en la vida. La laboriosidad ayuda a enfrentar la fatiga y los sacrificios porque se sabe que el dispendio de las energías tiene un sentido.
Finalmente, hay que volver a plantear la importancia del papel de la mujer. En nuestra cultura es de decisiva importancia, desde el punto de vista práctico y afectivo, que los cónyuges compartan las tareas educativas y colaboren en las tareas domésticas, pero debido a los ritmos de la familia, a la mujer-madre le toca, en momentos muy especiales, sembrar las primeras semillas de la responsabilidad, de la laboriosidad, de la comunicación en los hijos. En este sentido, la insustituible contribución de la mujer a la formación de la familia y al desarrollo de la sociedad está todavía a la espera del debido reconocimiento y la adecuada valoración. La vida familiar, y de la mujer dentro de la familia, no es fácil, sobre todo cuando la mujer se ve obligada a un doble trabajo, dentro y fuera de casa. Es un deber mostrar gratitud para con toda mujer y madre. 
Trabajar y ser responsables, pero con el corazón formado en la solidaridad y la gratitud, esta es parte de la receta que ojalá encontremos en los corazones de muchas familias.



lunes, 17 de junio de 2013

LA COMUNICACIÓN QUE CONSERVA A LA FAMILIA



Cuando contemplamos algo hermoso, como un paisaje lleno de vida, surge en nuestro interior una emoción de plenitud, pero, al mismo tiempo, aparece, como una sombra, un estremecimiento de duda: ¿no lo echaremos a perder lo seres humanos? A lo largo de las últimas entregas, hemos hablado de responsabilidad y de laboriosidad como dos elementos necesarios para la construcción de los valores de la familia y de la mejora de cada una de las personas que la forma. También, poníamos en guardia contra el peligro del egoísmo y del individualismo a la hora de vivir estas virtudes, y, por ello, la necesidad de vivirlas con solidaridad y gratitud ¿Cómo hacer para que lo que a todas luces es valioso, no se corrompa por esta universal tentación que afecta al ser humano? Una clave está en fomentar en la relación familiar una comunicación positiva, generosa, abierta, confiada, pues lo que une a la familia es la comunicación que permite salir de uno mismo, abrirse a los demás, propiciar el mutuo contacto.. Pero ¿de qué comunicación hablamos? ¿No resulta que muchos momentos de comunicación familiar no son precisamente positivos? ¿No pasa que la comunicación familiar se distorsiona, a veces por aspectos interiores, a veces por aspectos exteriores, generando sufrimientos e incomprensiones? Hace falta comunicar adecuadamente y la familia puede ser el contexto propicio para la educación a la sinceridad y a la verdad.. Ello requiere cuidar los modos de la comunicación familiar, evitando, por ejemplo, la murmuración que desfigura al otro, algo muy grave cuando precisamente ese otro es parte de la propia familia. Como decía el Papa Francisco el pasado 27 de marzo: Cuando hablar se convierte en habladuría, murmuración, esto es una venta y la persona que está en el centro de nuestra murmuración se convierte en una mercancía. No sé por qué pero existe una alegría oscura en el chisme. Se comienza con palabras buenas, pero luego viene la murmuración. Y se empieza a despellejar al otro. Deberíamos pensar que cada vez que nos comportamos así, hacemos la misma cosa que hizo Judas, que cuando fue a los jefes de los sacerdotes para vender a Jesús, tenía el corazón cerrado, no tenía comprensión, no tenía amor, no tenía amistad.
La verdadera comunicación implica tres actitudes positivas: la primera, saber dar voz al bien, es decir, buscar comunicar lo bueno por encima de lo malo, evitando que las conversaciones sean sólo de crítica, como cuando se dicen palabras y se lanzan mensajes con ligereza, sin asumir ningún compromiso por las consecuencias de lo que se afirma, incluso cuando hay que admitir los propios errores, pidiendo perdón. La segunda, unir las palabras al ejemplo, para que no suceda que “nuestras obras no dejan oír nuestras palabras”. Los padres tienen la tarea de enseñar a los hijos a cumplir el bien y a evitar el mal y, asimismo, a apreciar el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. La coherencia de vida de los padres fortalece su enseñanza y la hace verdadera, especialmente cuando se refiere al bien que hay que hacer y al amor que hay que vivir. El modelo de quien vive lo que enseña es perennemente válido y, sobre todo hoy, conserva toda su inigualable eficacia. Y la tercera, buscar la sabiduría en lo que hablamos, es decir, comunicarnos con los nuestros desde una visión más elevada, en el caso de la familia cristiana desde la visión de Dios. ¡Qué diferente es la comunicación familiar cuando lo que se habla de los otros o con los otros, pasa por el filtro de la visión de Dios! Nunca está de más hacerse la pregunta: ¿cómo ve Dios a mi hijo, o a mi esposo, o a mi hermano? Si hiciéramos esto, como un estilo de vida en el que se debe educar a los hijos desde tierna edad, nuestro modo de tratar y de tratarnos sería más rico y positivo… además estaríamos cuidando que nada arruinase el paisaje de nuestra familia. 



jueves, 13 de junio de 2013

EL TRABAJO ES SAGRADO... ¡NO LO TOQUES!



¿Quién no ha oído hablar hoy de la importancia de la productividad? Por todas partes es un tema que se promueve como lo que hace posible que la sociedad sea más rentable. Sin embargo, pocas veces se nos recuerda que no hay posibilidad de productividad sin laboriosidad. Eso ya no nos gusta tanto y cuánto nos cuesta inculcarlo en la propia vida y en la propia familia. Pero ¿qué es ser laborioso? Ser laborioso no es necesariamente trabajar mucho, sino apreciar los bienes que nacen de esforzarse, de trabajar, es reconocer que, cuando se trabaja, se alcanzan bienes que no se dan cuando todo se recibe o se alcanza sin esfuerzo. La laboriosidad es una virtud que ayuda a valorar lo que en el trabajo hay de bueno. Al ser una virtud, la laboriosidad no siempre se da naturalmente, sino que hay que cultivar el hábito bueno a base de repetición de actos. 
Curiosamente, según lo que hemos dicho, la laboriosidad no nace del afán por el trabajo, sino del reconocimiento de lo que se ha recibido y de lo que se debe dar como correspondencia. Por eso está ligada a la responsabilidad y es totalmente contraria a la negligencia ante las cosas de la vida. El laborioso sabe que los dones que le permiten trabajar no son de él, como no lo es la vida, la salud, o el lugar en el que se nace en la sociedad. Por ello, el laborioso, que se siente responsable de todos esos dones, los pone a fructificar, como un deber de gratitud y como un deber de justicia. El primer lugar en donde se reconoce que nada se tiene por uno mismo, sino que todo le ha sido dado es en la familia que se convierte así en una gran formadora de la laboriosidad, motivada por la gratitud que lleva a hacer que también los demás se beneficien de los propios dones. 
La laboriosidad, como la responsabilidad, no se queda encerrada en el individualismo, por ello, el laborioso descubre que lo que se ha recibido hay que ponerlo a dar fruto y un fruto que se debe compartir con los demás. Ser laborioso es reconocer que a todos nos toca poner una parte en el bien común, el bien que los demás necesitan de él. La laboriosidad permite que el trabajo que se lleva a cabo, pequeño o grande, llamativo o silencioso, esté lleno de sentido y sea enriquecedor, tanto para quien lo hace, como para las personas que lo rodean. Esto nos permite reflexionar sobre otro rostro de la verdadera laboriosidad: Con el trabajo, el ser humano, además de proveer a las necesidades de su familia, puede socorrer al necesitado. La atención a los pobres es una de las formas de amor al prójimo más hermosas que puede vivir una familia. Dar de lo que se posee a quien no tiene nada, compartir con los pobres las propias riquezas, significa reconocer que todo lo que hemos recibido es gracia, y que, en el origen de nuestra prosperidad, en cualquier caso, está presente un don de Dios, que no podemos retener para nosotros, sino que debemos participar a los demás. Esta actitud, promueve la justicia social y contribuye al bien común, rechazando la posesión egoísta de la riqueza y la indiferencia ante la necesidad del otro. Este es el sentido de la laboriosidad que podemos forjar en la familia: un corazón abierto a las necesidades de los demás, ya sean cercanos o lejanos, que nos convierte en signos de esperanza en el mundo y en sembradores de gratitud. Así que lo que a veces se dice: “el trabajo es sagrado… no lo toques”, se puede convertir en “el trabajo que no tocas dejar de ser sagrado”, deja de ser lugar en el que haces un poco mejor el mundo. 

viernes, 7 de junio de 2013

NARCISISTAS O SOLIDARIOS: CUESTION DE RESPONSABILIDAD


Se supone que la responsabilidad es uno de los elementos fundamentales en los que tiene que ser educado un ser humano. La simple evolución de la vida, nos hace ver que nadie puede eludir la realidad de la responsabilidad. El ámbito primario, casi podría decirse esencial, en el que esto sucede, es la familia. La familia es el lugar donde se siembra la responsabilidad de cara a la vida. La responsabilidad parte de ser consciente de los talentos que cada uno tiene, como dice la famosa frase: “un gran don supone una gran responsabilidad” y la familia es el lugar donde en primer lugar nuestros talentos son reconocidos. Ser responsable en la casa será el mejor modo de ser responsable en las demás actividades de la vida y, sobre todo, de ser responsable en la futura familia o en la futura comunidad que formarán los miembros del hogar.

También es necesario ser consciente de que la responsabilidad no puede ser individualista. Aunque este parece ser uno de los rasgos de la responsabilidad hoy día, cuando se afirma: “YO soy responsable”,  y se  deja de lado que, aunque la responsabilidad se vive ante uno mismo, también tiene que orientarse a los demás. A veces se oye en casa que cada uno es responsable de sí mismo, y se olvida la responsabilidad sobre los demás. ¿Por qué? Porque los demás han sido dados a mi vida para mi realización, y también para mi compromiso con ellos. A veces da la impresión de que en la familia moderna no siempre tenemos claro este aspecto de la responsabilidad. Incluso en el modo en que asignan tareas a los hijos, parecería que solamente los centramos en ellos mismos, como cuando les decimos que su única tarea es estudiar y excluimos que también tienen otras muchas tareas en la casa. No podemos permitir que en la familia se meta la identificación entre responsabilidad y egoísmo. Si no se es solidario, no se es verdaderamente responsable. Los dones y las dotes personales son al mismo tiempo una responsabilidad con Dios y con el prójimo. La familia, al hacernos responsables de demás, nos protege del egoísmo, que haría de la responsabilidad un simple narcisismo. 

La responsabilidad tiene además otro rostro, el rostro de hacer mejores a los demás. Cuando los miembros de la familia viven con responsabilidad, procuran que el otro pueda expresar mejor sus talentos. Con lo cual, el que es responsable, se convierte a su vez en generador de responsabilidad y crecimiento de los demás. La ayuda recíproca permite expresar los propios dones precisamente en la casa. Es lo que podríamos definir como una responsabilidad “solidaria". La responsabilidad, en definitiva, no aísla los propios talentos, sino que los desarrolla de verdad en la medida en que los multiplica en la relación con los otros. Ahora sí ¿soy de verdad responsable?

lunes, 3 de junio de 2013

UNA FAMILIA EN TRANSICION


Con frecuencia se escuchan los problemas que tiene la familia para llevar adelante la formación de los hijos o la convivencia familiar. No faltan anécdotas sobre la falta de formación de los niños, las dificultades entre esposos, o la fragilidad de las familias. Son muchos los factores que pueden influir en ello, desde los externos, como las tecnologías y las modas, hasta los internos, como la falta de hábitos buenos en los miembros de la familia o la incomunicación. Por otra parte, de unos cien años para acá habíamos formado en nuestro imaginario colectivo un tipo de familia que estaba teóricamente formada por los papás y los hijos, con un padre proveedor y una madre hogareña. Sin embargo, ante los empujes de la modernidad, esta imagen parece desvanecerse, provocando en la comunidad familiar el sufrimiento que proviene de muchas tensiones internas y una aguda disgregación. Esto lo vemos en la facilidad con que los hijos prescinden del hogar, aun cuando sigan viviendo en él, así como en la generación de individualismos en la familia desde muy temprano dando la impresión de que, en vez de vivir en hogares, vivimos en hoteles en los que de vez en cuando sus inquilinos se dignan convivir y compartir. 
Nunca ha habido familias perfectas, eso es cierto, pero son preocupantes los cimientos tan frágiles que parece tener hoy la estructura familiar. Son muchos los factores que han influido en esto, pero toman particular importancia los roles que tanto el hombre como la mujer han tomado, así como los que han dejado de tomar. El bombardeo sobre la mujer para la autoafirmación es muy fuerte y el que se produce sobre el varón no lo es menos. En esta situación los hijos se ven en medio y en sus personalidades se acentúan rasgos que no propician precisamente una personalidad sólidamente orientada a la formación de una una familia: por un lado se hacen más autosuficientes y, por otro lado, se van haciendo más acomodados, menos recios. A pesar de todo esto, la familia, también la de nuestra época, no puede dejar de lado su misión de dar, a todos y a cada uno de sus miembros, elementos que los puedan hacer felices de modo integral, así como ofrecerles ambientes y herramientas que conduzcan a este objetivo. En este camino hay virtudes que poseen particular relevancia y que reclaman el compromiso de todos los miembros de la familia y, en especial, el trascendental papel del varón y  de la mujer, cada uno en su especificidad: me quiero fijar en la responsabilidad, la laboriosidad y la comunicación, tres virtudes-valores que sostienen a la familia. Las siguientes entregas de este blog nos servirán para compartir algunas reflexiones a este respecto. Nos vemos (leemos) pronto.

jueves, 23 de mayo de 2013

UNA CATARATA EN MI CASA


La familia no llena por completo su misión en este mundo si se construye de modo cerrado sobre sí misma, como si viviera en una burbuja o en una cápsula de felicidad azucarada. La familia, por propia naturaleza, debe ocasionar una catarata de bienes: de los esposos a los hijos, de los hijos a su vivencia como hermanos, de la comunidad familiar hacia la comunidad más amplia de la sociedad y de la Iglesia. La comunidad familiar tiene que descubrirse llamada a prolongarse en el bien que sus miembros pueden realizar en la sociedad. Cuando la comunidad familiar se convierte en una fuente de irradiación de bien, en inspiración para otras familias o comunidades, todos salen beneficiados. Cuando la comunidad familiar es fuente de apertura, de servicio, se produce lo que podríamos llamar “la proactividad del amor”, es decir el que cada familia, y cada miembro de la familia, sea capaz, de modo personal y responsable, de traducir lo que vive en el interior propio y en el de la familia en comportamientos y, a veces también, en estructuras de bien en el entorno en que vive. De esta “proactividad del amor” nadie queda excluido, pues incluso los jóvenes pueden ampliar el horizonte de la caridad a las demás personas, cuando comparten la experiencia de amor y de servicio que han aprendido en casa, y se abren a formas –pequeñas o grandes– de servicio a los demás. Esto hace que incluso la familia, incluso tomada en su aparente pequeñez particular, pueda llegar a ser sembradora de comunidad y multiplicadora del amor, en una sociedad que tiende a orientarse al individualismo para solucionar sus dificultades, en vez de descubrir, en la construcción de comunidades, el modo de enfrentar los normales problemas de la vida diaria. 

Además, la familia cristiana puede proyectarse en una dimensión adicional. Esto sucede cuando se descubre la rica relación entre la comunidad familiar y la comunidad de la iglesia. La iglesia ni es una comunidad abstracta, como cuando decimos “qué mal esta la iglesia”, como si habláramos de los problemas de descenso que tiene un equipo de fútbol, ni tampoco la iglesia es el grupo que la dirige, como cuando identificamos la iglesia con los obispos o los ministros sagrados. Las familias cristianas hacen de la iglesia algo real, vivo, cotidiano, pues las familias hacen de la comunidad parroquial una Iglesia entre las casas de la gente. Por otro lado, si queremos hacerle un bien a la iglesia, trabajaremos ayudando a las familias a evitar la tentación de encerrarse en su «apartamento» y a abrirse a la experiencia de una comunidad de fe y amor con las demás familias. La familia cristiana lleva a plenitud la multiplicación del bien, en su interior y en su entorno, cuando se deja llenar por la presencia de Jesús en la eucaristía. La Eucaristía dominical es el motor del servicio hacia todos y la familia es la red a través de la cual se transmite este servicio. En la Eucaristía dominical Jesús está en medio de cada familia y de cada comunidad como uno que sirve. Si debe haber algo propio de una comunidad familiar cristiana, esto debe ser el servicio de la caridad, que se vive de modo muy especial en el testimonio que se ofrece cuando se vive de verdad lo que implica ser una familia cristiana. Una familia que ha entendido que una catarata no se puede encerrar en el salón de estar.

(Con textos de LA FAMILIA, EL TRABAJO Y LA FIESTA)

viernes, 17 de mayo de 2013

¿QUE HAY PARA COMER?






Cuando vemos a unos novios que se van a su luna de miel, seriamos ingenuos si pensáramos que una vez casados, su comunidad familiar empieza a caminar en automático, de una vez para siempre. Toda familia, la que empieza y la que lleva mucho tiempo en la vida, necesita alimentarse, para que el desgaste cotidiano no acabe por deteriorarla. La comunidad familiar se alimenta del amor. Esta frase suena bonita ¿no? pero no es tan fácil hacerla concreta o no reducirla a un sentimiento que se evapora con mucha facilidad. ¿En qué consiste el amor que forma la comunidad de la familia? El amor, muchos más que ser un sentimiento, es una relación, es el encuentro de dos personas que se descubren como importantes de modo mutuo y que, como decía C.S. Lewis: nos enseña primero a notar a las personas que “casualmente estaban ahí”, luego a soportarlas, después a sonreírles, más tarde a disfrutarlas y, finalmente a apreciarlas. ¿Hechas para nosotros? Gracias a Dios que no. Son ellas mismas, más singulares de lo que pudimos haber creído y mucho más valiosas de lo que sospechamos. Amar, por tanto, es, primeramente, no tanto sentir, sino relacionarse. 

Ahora bien, al amor no le basta relacionarse, sino que tiene que comportar decisiones que confluyan hacia un bien. Sería absurdo que se estableciese una relación entre dos personas que fuera para el daño de los que la viven, esto es lo que sucede cuando se dan relaciones de sumisión, de codependencia, de abuso, etc. Decidir por el bien es siempre un reto, porque el egoísmo tiende a aislar, o a bloquear para orientarse hacia la decisión correcta de cara al bien de la relación. La relación tiene que ser un bien para aquellos que la viven: Un bien para el otro, un bien para uno mismo, un bien para la familia que forma. Lo que explica que una comunidad vaya adelante o se resquebraje son las decisiones que se toman: en lo afectivo, en lo económico, , en el uso de la sexualidad, en el manejo del propio temperamento, en la educación de los hijos etc. Son necesarias decisiones que tienen como consecuencia el bien de la persona, de la relación, el bien del alma del otro, el bien de la psicología del otro. El bien necesita decisiones, sin ellas el amor se va cayendo, enfriando, maltratando. 

Finalmente, el amor no se encierra en la relación de dos. El amor se expande de modo necesario, normalmente, en primer lugar, hacia los hijos. La vida familiar no puede limitarse a dar cosas y a cumplir con compromisos: debe hacer crecer el vínculo entre las personas, y elevarse hasta tocar también lo espiritual. Asimismo, cuando desde la familia se vive una experiencia de servicio en casa, por la ayuda recíproca y la participación en las fatigas comunes, se puede hacer nacer un corazón capaz de amor. En la familia. los hijos experimentan día tras día la entrega de los padres y su servicio, aprendiendo de modo concreto, por su ejemplo, el secreto del amor. Esta experiencia derivará hacia los horizontes más amplios de aquellos que vemos necesitados de nuestro amor. Es el amor que se hace solidaridad con el pobre. Es el amor al necesitado, en su cuerpo o en su espíritu, y al que se cruza en nuestras vidas pidiendo, a veces de modo silencioso, que caminemos a su lado. En el caso concreto de la familia cristiana, la eucaristía es el sacramento que alimenta el amor de la familia pues recuerda lo que dijo e hizo Jesús: este es mi cuerpo entregado, esta es mi sangre derramada por ustedes y para todos. Esta frase: «por ustedes y para todos» vincula la vida de la familia (por ustedes) y la apertura a los demás (para la multitud). De este modo, encontramos el gran sentido del amor que se vive en la familia: se nos da a nosotros a fin de que sea para todos. De este modo, encontramos el alimento que nutre la familia a lo largo del camino de la vida.

(con textos de La familia: el trabajo y la fiesta) 














sábado, 11 de mayo de 2013

CUANDO LA BUENA VOLUNTAD NO BASTA: TRES MODOS DE NO PERDER LA FAMILIA




Con frecuencia decimos que querer es poder. La vida nos enseña que de buenas voluntades están hechos muchos fracasos. Para formar la comunidad que es la familia, no basta con la voluntad de estar juntos, o con los buenos deseos de que las cosas vayan bien. Para construir la familia es necesario forjar en el interior de las personas algo que haga pasar del “estar juntos” al “estar unidos”: a esto lo podemos describir con las palabras comunión, o sus sinónimos: concordancia, sinergia. La esencia que forma una comunidad es la comunión, que consiste en la participación de las personas en un proyecto común, una participación que alcanza lo más profundo de la relación de unos con otros. Sin esta participación, es imposible una comunidad. Sin comunión, la familia puede resultar una agrupación, una masa, una colectividad, pero carecerá de la liga interior que hace de la unión algo vivo, algo verdaderamente humano. Muchos de los fracasos para hacer comunidad familiar en nuestra época nacen del olvido de esto y también del descuido de tres rasgos muy necesarios para que la comunidad exista y permanezca. Como es lógico estos rasgos han de ser recíprocos y vivirse con la intención de dar lo mejor de uno en esta triple relación con el otro que es mi cónyuge, mi hijo, mi padre, mi hermano.

El primer rasgo es la apertura al otro. Abrirse no es sencillo, pues implica permitir que alguien entre en lo propio de uno mismo, que alguien pueda ingresar en mi vida y en mi espacio, una entrada que no debe buscar invadirme, sino vivir mi vida conmigo. Esta apertura implica la capacidad de permitir al otro que tome conmigo las riendas del proyecto común con el que ambos construiremos la pareja o la familia. Para esto será necesario tener muy claro cómo es el otro y ver si se puede llevar a cabo un proyecto común con él.

El segundo rasgo es la disponibilidad al otro. La disponibilidad conlleva saber armonizar comportamientos, lugares, tiempos, relaciones, de modo que puedan coexistir, por un lado, la propia persona y la propia identidad y, por otro lado, la relación con el otro como algo prioritario. La disponibilidad no es fácil, pues implica tener muy claro quién es uno mismo y encontrar el modo de combinarlo con lo que implica el vivir con el otro.

El tercer rasgo es trabajar para que las relaciones de familia generen un servicio, de modo que todos sean “útiles” para todos. Y, al mismo tiempo, hacer que los servicios que se prestan unos a otros en el hogar se traduzcan en relaciones cada vez más profundas. Este último rasgo (servicio-relación, relación-servicio) es consecuencia de los otros dos, pues hace que la vida común no sea una suma de funciones prácticas o utilitarias, sino el marco en el que se ahonda en la relación y el servicio al otro. Esto acaba siendo el tejido diario de la comunidad familiar, pues hace que las cosas diarias no sean escuetamente tareas del hogar, o que el trabajo no sea solo una carga por necesidad económica, sino que las cosas cotidianas se conviertan en el modo de relacionarse y de servir a la comunidad familiar, llenando de sentido todo lo que se hace. Así, hacer una comunidad, será una tarea de todos los días, de todas las personas y de todo lo que uno tiene y es.

sábado, 4 de mayo de 2013

¿SOLOS O... BIEN ACOMPAÑADOS?


El tiempo de pascua se nos puede escapar de modo inadvertido, pues es un tiempo en que todo regresa a la normalidad. Pasada la Semana Santa, los temas religiosos dejan de ser preferentes y otras mil cosas, que también son importantes, ocupan nuestra atención. Por ello, podríamos perder de vista uno de los aspectos más importantes del tiempo de pascua: pascua es un tiempo para reconstruir nuestra comunidad. El tiempo de pascua nos deja claro que hay alguien que, más allá del individualismo, da su vida por nosotros. La pascua nos enseña que la muerte y resurrección de Jesús rompen el pecado que nos hace egoístas. Por eso, en la pascua no cabe el individualismo. Si lo comparamos con otras épocas del año, vemos que, en cierto sentido, navidad es como si Dios nos necesitara, y cuaresma es como si tuviéramos que hacer méritos para estar cerca de Dios. Pero la pascua no es así. En la pascua, como en ningún otro momento del año, descubrimos que cada uno necesita de los demás.

Esta ruptura del individualismo no puede dejar indiferentes a la vida de la familia. El don completo de Jesús a cada uno de nosotros en la pascua, hace ver que, aunque a veces pretenda que se basta a si mismo, el ser humano necesita de la comunidad, le es esencial el tener una comunidad en la que vivir, con la que relacionarse, en la que apoyarse, en la que encontrar un complemento. La cultura moderna nos hace pensar que lo normal es romper con la comunidad, pero nos muestra también luminosamente que los hombres y las mujeres no dejan de hacer todo tipo de intentos por formar una nueva comunidad, lo que manifiesta una honda necesidad interior. La comunidad se rompe por muchas causas, pero hay un dinamismo que siempre aparece: mientras el pecado y el mal dispersan, la presencia de Dios y del bien congregan, reúnen. Mientras el pecado y el mal tienden a crear separaciones, Dios y el bien tienden a reunir a los seres humanos en la armonía. La familia necesita de la presencia del bien y de Dios para, a pesar de  las fragilidades, mantenerse en comunidad, para seguir siendo comunidad. El tiempo de pascua, que sigue avanzando, nos llama a preguntarnos como podemos convertir nuestra familia en una mejor comunidad y cómo podemos luchar contra todo aquello que busca fracturar nuestro hogar.


sábado, 27 de abril de 2013

DOMINGO DE PUERTAS ABIERTAS


El modo en que vivimos cada domingo, puede ser un signo de cómo vivimos la relación familiar y de cómo hacemos presente a Dios en nuestro hogar. A veces se podría pensar que se puede prescindir, sin más, de la celebración eucarística del domingo. Déjame compartirte algunos elementos que quizá ayuden a conseguir este objetivo nada despreciable: 

En esta sociedad en que todo se vende y se compra, la participación en la eucaristía dominical se nos presenta como un regalo, como el sitio donde el don de Dios, que es gratis, nos enseña a que nuestros dones a los demás también lo sean. Vivir el domingo desde la perspectiva de la celebración eucarística, es un modo de vivir que enseña que la vida no está hecha sólo de necesidades materiales que satisfacer, sino de relaciones que construir, relaciones con los demás, relación con Dios. 

Cuando nuestra cultura nos invita a cerrarnos en nuestro individualismo, la celebración eucarística se nos presenta como un lugar de escucha y acogida, que enseña que en la vida hay que abrirse a los demás, del mismo modo que nos abrimos a la palabra y a la persona de Jesús. Esto ayuda al diálogo y a la receptividad hacia el otro. En su sencillez, la celebración deja que el «misterio» de Dios nos salga al encuentro. Pues El llega a nosotros a través de su palabra, y se hace cercano en el misterio del pan y del vino que se transforman en el Cuerpo y la Sangre del Señor. A través de sus ritos, la misa pone a la familia en contacto con la fuente de la vida, con la presencia de Dios y con la relación fraterna. El esfuerzo que se hace en la misa por abrir la vida de los esposos y de los hijos al misterio de Dios, ayuda a la familia a abrir cada una de las vidas que la componen a la relación con los demás, empezando por el propio hogar. 

Finalmente, en este mundo que cada vez más hunde los días en un pantano de mera productividad o de fuga de la rutina, un elemento importante será volver a vivir el domingo en familia, como el día central de la semana, no solo por el descanso, sino también por el ambiente festivo que es importante promover. Cuando la familia cristiana organiza su vida, de manera que pueda dar prioridad a la misa respecto a cualquier otro compromiso, se educa a sí misma y a sus hijos, pues muestra a sus miembros la necesidad y el valor de dedicar espacio, tiempo, energías y recursos a lo que es importante y prioritario. Los demás aspectos del domingo, el deporte, el cine, etc., pueden venir después: son importantes, pero no esenciales. Todo esto es un trabajo muy hermoso que llevar a cabo con los hijos: ayudarles a experimentar, de un modo progresivo, la riqueza del domingo cristiano, les dará un contenido que brillará en muchas noches de sus vidas.

sábado, 20 de abril de 2013

¡¡¡POR FIN LLEGO EL DOMINGO!!!



Cada vez que llega el fin de semana podemos sentir la mis misma experiencia: que las semanas caen sobre nosotros como una capa gris, de trabajo, de preocupaciones, de problemas. Cada vez que termina el fin de semana nos puede pasar que miramos hacia delante y solo vemos un horizonte difícil de retos complejos con nuestro cónyuge, con nuestros hijos, con nuestra vida laboral, etc. ¿Y el domingo? el domingo, como final e inicio de la semana, puede ser un momento de profunda esperanza., como lo fue el domingo de resurrección, tras la muerte de Jesús el viernes santo. El domingo nos debe ayudar a levantar la cabeza y a llenarnos de esperanza. ¿Por qué? porque el domingo nos llena de la esperanza de que Dios no nos abandona, sino que nos habla y se hace presente entre nosotros. El domingo nos llena de la esperanza de que la rutina de los días no es la ley única de nuestra vida, sino que lo es la libertad verdadera, esa que, como día de asueto, nos recuerda cada domingo, ante las esclavitudes, físicas y morales.  El domingo, vivido en cristiano, nos llena de esperanza de que un día el Señor nos liberará de todo lo que nos agobia. 

El centro de este modo de ver el día más importante de la semana es la misa dominical,  que, en sus diversas fases, nos regala tesoros de esperanza: como la certeza de la misericordia de Dios, al inicio de la celebración, o la llamada, en ocasiones suave y, en ocasiones exigente, que el Señor nos hace con su palabra en las lecturas y, de modo especial en el evangelio, verdadera buena noticia. La misa dominical eleva nuestro corazón cuando, en el credo, proclamamos nuestra fe en medio de muchas incertidumbres, o cuando, en la oración de los fieles, somos solidarios con los problemas de los demás. La misa dominical nos llena de esperanza, cuando ofrecemos nuestra pequeñez a Dios, que Él transforma en la maravilla del cuerpo y sangre de su Hijo Jesucristo. La misa dominical nos llena de esperanza, cuando, domingo tras domingo, en el misterio del sacramento del altar, somos iluminados por la fe para reconocer la presencia del mismo Señor en las especies de pan y de vino, el mismo amor redentor infinito del misterio que Jesús vivió en la Semana Santa. La misa dominical nos llena de esperanza, cuando compartimos con los demás el padrenuestro, la oración de los hijos de Dios, que sabemos que no queda defraudada, y nos damos la paz para comunicar a los demás la esperanza que tenemos en el corazón. La misa dominical nos llena de esperanza, cuando nos acercamos al altar a recibir al mismo Jesús que viene a llenar nuestras soledades, a compartir nuestras alegrías, a escuchar nuestras necesidades. Finalmente, la misa dominical nos llena de esperanza, cuando salimos confortados con la bendición de Dios para llevarla a nuestra convivencia con la familia o con los demás. 

Ciertamente, que  la eucaristía dominical no siempre será una gran pieza oratoria, o un recital de música hermosa, o un lugar de obras de arte, pero siempre será una presencia, que nos dice que la Pascua de Jesús no se quedó encerrada en un museo de historia hace dos mil años, sino que sigue teniendo la misma fuerza que encendió los corazones de los primeros seguidores de Jesús, tras el oscuro dolor del viernes santo. Por ello, cuando la familia, y cada uno de sus miembros, aprovecha la riqueza del domingo cristiano, reencuentra, en nuestra cultura del tiempo programado y del tiempo libre, la oportunidad de alimentar el sentido de la esperanza, para ella misma y para la comunidad en la que vive. Entonces de verdad podremos  decir ¡¡¡POR FIN LLEGO EL DOMINGO!!!

sábado, 13 de abril de 2013

DOMINGO ¿LLENO O VACIO?


En medio del caminar de todos los días, aparece un día especial, que tiene como rasgo esencial el hacer la experiencia de Jesús resucitado en nuestra vida. La costumbre puede haber hecho que olvidemos que este es el sentido del domingo, no tanto “ir a oír misa”, como se decía antes. Cada domingo volvemos a percibir que Jesucristo  camina en medio de nosotros con lo que nos dice (liturgia de la palabra) y con el don de su amor, entregado por nosotros en la cruz y la resurrección (liturgia de la eucaristía). En los primeros tiempos del cristianismo, como vemos en los Hechos de los Apóstoles, el domingo, el Día del Señor, no substituyó en seguida al sábado judío, sino que convivió con él. Poco a poco, el domingo, que tiene su origen en el recuerdo semanal de la resurrección de Jesús, acabó adquiriendo su pleno significado, al celebrar, al inicio de cada semana, la «presencia» actual del Señor resucitado en nuestra Iglesia y en nuestras familias, en la espera prometida de su venida gloriosa, que da sentido a las circunstancias de la existencia. 

Todo esto es importante en un momento en que hemos perdido mucho del sentido profundo del domingo. El que la cultura moderna dedique en muchos casos el sábado, y a veces también el viernes, a la fiesta, ha hecho que se asimile el domingo a ese tipo de fiesta. Una fiesta cerrada sobre sí misma, una fiesta que se hace solamente descanso material. Cuando el tiempo libre se orienta nada más hacia el descanso, hacia la desocupación, poco a poco se va vaciando, convirtiéndose nada más en un tiempo vacío de actividad que hay que llenar de algo, pero que no da sentido al resto del tiempo. Pero esto lleva a que dejemos un poco de lado la posibilidad de experimentar cada domingo la presencia del Señor Resucitado, es decir, alguien que viene a nuestra vida para sacarla del gris cotidiano y sobre todo de la falta de horizonte espiritual. El sentido que da Jesucristo a la existencia cotidiana permite descubrir que nuestros días no son una simple sucesión de horas en espera de un final, sino que tienen una proyección hacia una mayor riqueza interior, una certeza espiritual y una orientación hacia nuestros hermanos. 

Vivir el domingo como un encuentro con Jesús resucitado, haciendo de la eucaristía dominical el centro del domingo y de la fiesta, permite a cada persona y a cada familia mirar hacia el presente, el pasado y el futuro con otra perspectiva, la perspectiva de la presencia de Dios. Por esto el "día del Señor" es el "señor de los días", el día del encuentro con Cristo resucitado. En el domingo, la familia recibe la vida nueva del Resucitado, acoge el don del Espíritu, escucha la Palabra, comparte el pan eucarístico, se expresa en el amor fraterno. El domingo nos invita no solo a recibir el amor de Dios, sino a transmitirlo de modo coherente a los demás, empezando por los miembros de la propia familia. El domingo es el día de la Pascua, es decir, el día de la liberación del mal, (como el pueblo judío se vio libre de la esclavitud de Egipto y Jesús venció el pecado y la muerte con su muerte y con su resurrección). Así, cada domingo, recordamos que Jesús también vence nuestro mal y nos da fuerza para ser solidarios ante el mal ajeno, de modo especial para con los que están heridos en el cuerpo y en el alma: los enfermos, los necesitados, los pecadores. Con la fuerza de la Pascua, Jesús se nos muestra como la vida más fuerte que la muerte y por eso, acercarnos a él nos ayuda a ser fuente de vida, de alegría, de esperanza, de ilusión, para los demás.

lunes, 8 de abril de 2013

EL SEÑOR DE LOS MINUTOS


La Semana Santa y la Pascua nos introducen en el centro del misterio cristiano. Los días de vacación y el siguiente periodo, son vividos como una gran fiesta por toda la Iglesia. En cierto sentido podríamos decir que estos 57 días (siete de Semana Santa y cincuenta de Pascua) están diseñados para que recordemos que el tiempo pertenece a Dios, que Dios es en definitiva, como se dice en ciertos ámbitos, "el señor de la historia", lo que quiere decir que, sin Dios, no existiría el tiempo para nosotros, ni nosotros para el tiempo. En nuestra cultura de la programación absoluta, pensamos que el tiempo es completamente nuestro y lo estructuramos y lo clasificamos a nuestro gusto. Hasta que nos damos cuenta de que no es así. Hasta que, alguna circunstancia de la vida nos hace ver que, de verdad, de verdad, nuestro tiempo es de Dios. 

En estos días en que la Semana Santa continúa en la Pascua, reflexionar sobre el sentido del domingo nos puede introducir al sentido de la pasión, muerte y resurrección para nuestras vidas. Una de las imágenes más poderosas de todo este tiempo es el Cirio Pascual, que es la herencia que la Semana Santa deja en todas nuestras Iglesias. El cirio Pascual representa a Jesús resucitado, que es luz del mundo para que podamos caminar en medio de las oscuridades, como se simboliza en la Vigilia Pascual, cuando toda la asamblea entra, precedida por el cirio, a la Iglesia a oscuras. Sin embargo hay algo más, el Cirio es una luz que lleva en sí los signos de la pasión, la cruz y las cinco llagas, representadas en unos granos de incienso rojo y está adornado por unos números y unas letras, los números representan el año en curso y las letras son la primera y última del alfabeto griego, alfa y omega, para indicar que todo el pasado, todo el presente y todo el futuro están en manos de Cristo. 

Esta realidad la vivimos cada domingo, el día que, para nosotros cristianos, sustituye al sábado, este día era el día de descanso de la creación, y es cambiado por el día del recuerdo de la redención que lleva a cabo Cristo con su muerte y resurrección. El domingo así nos recuerda que el tiempo que tenemos es del Señor, y también para el Señor, lo que da un sentido profundo a la celebración eucarística dominical. 



martes, 5 de febrero de 2013

UN PLAN PARA SALIR DE CASA



El proyecto de familia no se puede ver solo hacia dentro. También se tiene que trabajar hacia afuera, hacia las relaciones con las demás personas, con las realidades materiales, con las circunstancias en las que se desarrolla su historia. El primer paso de este camino es esforzarse por evitar que el trabajo o las cosas materiales se conviertan en un ídolo para la familia, algo que sucede cuando la actividad laboral, o la adquisición de bienes, adquieren primacía respecto a las relaciones familiares, o cuando los cónyuges se dejan deslumbrar por el beneficio económico y basan su felicidad solamente en el bienestar material. Una tarea importante de quien forma el proyecto de la familia es dejar claro en el corazón de todos que nada puede tener la primacía respecto a la relación con el otro y a la relación con Dios, sin dejarse absorber por lo material, como si en ello se encontrase la satisfacción de todo deseo. Un justo equilibrio de las actividades, de los valores y de las prioridades, podrá evitar estas derivas, por medio del discernimiento familiar en las decisiones domésticas y profesionales. Como una ayuda a esto, podríamos sugerir algunas líneas que encaucen el trabajo que el proyecto de familia implica:

  • Podemos empezar con la formación en la responsabilidad. Responsabilidad con las cosas, pero también responsabilidad con las personas. Sería muy triste escuchar en una familia la exclamación de Caín: ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano? la familia es la primera escuela donde se aprende a ser responsables, de uno mismo, de los demás y del ambiente común de vida, con vistas al bienestar global y al bien recíproco. 
  • Dice el proverbio chino que “se educa mejor con hambre y con frío”. Sin llegar a extremos, es importante enseñar en familia “el sudor de la frente”, que educa a vivir con más sentido y fortaleza la condición, siempre provisional y precaria, de la vida en la tierra, con su cuota de fatiga y de dolor, tanto en el esfuerzo diario, como en los momentos de particular sufrimiento. En la época actual del «todo y enseguida», educar a trabajar «sudando» resulta muy conveniente. Es importante enseñar a valorar, de modo especial, el sentido y la satisfacción de las fatigas cuando se asumen no para el propio enriquecimiento egoísta, sino para compartir los bienes dentro y fuera de la familia, especialmente con los más pobres y los que sufren. 
  • Un tema central será la correcta distribución de las tareas dentro de la casa. A veces se dejan cosas para el hombre o la mujer que claramente deberían hacer los dos. La responsabilidad dentro de la casa debe ser compartida y mucho más cuando se refiere no a la responsabilidad no de los trastos, sino de las personas. Es un error poner una frontera en la puerta de la casa. Un buen proyecto de familia debe buscar evitar ausencias en el hogar, pero también omisiones, de modo que las cargas se repartan con sabiduría y armonía. Cualquier proyecto de familia tiene que tener en cuenta este equilibrio. 
  • Finalmente, trabajar por la familia implicará la preocupación por la vida religiosa y familiar, como una consecuencia del mandamiento del amor a Dios y al prójimo, que Jesús indicó como el primero y el mayor (cf. Mc 12, 28-31). Será necesario integrar, en las circunstancias cotidianas, el reconocimiento del amor paterno de Dios, de modo especial a través de su providencia y de sus dones.

jueves, 31 de enero de 2013

MARCO PARA UN RETRATO DE FAMILIA



Es muy importante tener en cuenta que, cuando pensamos en el trabajo con la familia y para la familia, no lo debemos pensar desligado de Dios. De él venimos, de él recibimos las personas que nos acompañan en la vida, a él vamos, hacia él tenemos que acompañar a quienes Dios nos da en nuestra comunidad familiar. Por eso, el trabajo en el proyecto familiar es siempre una colaboración con la obra de Dios. Colaborar con Dios implica siempre un dinamismo activo y responsable para  realizar en el mundo, según las propias posibilidades, el designio de Dios Creador en todos los niveles y, muy especialmente, en el familiar y personal.  En esta óptica, el trabajo que se lleva a cabo con el proyecto de la familia es una de las formas, según la cual, el hombre vive su relación con Dios y su fidelidad a Él. 
Si cada miembro de la familia es un don, si el mismo proyecto de comunidad familiar es un don, y si este don es un don de Dios, se nos abre ante los ojos la especial tarea de promover a cada uno de los que nos es dado a base de respeto, a base de estar dispuesto a no alterar su camino, con un corazón que sabe que, antes que nada, tiene que servir al otro como él es y como Dios lo ha querido. Cada ser humano es imagen y semejanza de Dios y la mirada por parte de los miembros de su familia  hacia él debe ser la mirada de Dios. Ver la familia desde la óptica de Dios lleva a formar personas y no objetos, conduce a enseñar que, por encima de cualquier otra cosa, ellos no son esclavos de nadie, de ningún ser humano, de ningún trabajo, de ninguna cosa material, fundamentados en el respeto que ellos mismos se deben tener. Cuando esto se olvida, el mismo proyecto familiar se puede convertir en una idolatría, en un programa autónomo. Así se hace una familia de verdad, de seres humanos unidos en la verdad y en el amor. Así, llevado a cabo con esta mentalidad y con este corazón, el trabajo en el proyecto de familia se orienta a su verdadero fin que es la comunión y la corresponsabilidad de los seres humanos entre sí y con su Creador. 

lunes, 28 de enero de 2013

EL TRABAJO POR LA FAMILIA, UNA TAREA ESPECIAL


Cuando pensamos en la familia como un don de Dios, descubrimos que Él nos propone que colaboremos activamente con todas nuestras fuerzas y con todas nuestras capacidades y facultades en ese proyecto. Siempre es bueno recordar que, este trabajo de colaboración es el modo en que los seres humanos contribuimos al desarrollo de cada persona y, como consecuencia, de la sociedad. Cuando ponemos lo que está de nuestra parte para el bien de la familia, no solo hacemos mejor nuestro ambiente, o hacemos mejores a las demás personas, sino que también nos realizamos a nosotros mismos y, en cierto sentido, nos hacemos MAS seres humanos. 
El trabajo que hay que llevar a cabo en la familia, o para la familia, no se puede dejar a la improvisación pues es una actividad constitutiva de todo ser humano. Eso no significa que todo deba estar reglamentado, lo cual es imposible en las realidades humanas, en las que, además de otros factores, entra la emotividad y la libertad. Con todo, en esta tarea no podemos permitirnos la pereza o la indiferencia. El proyecto de familia requiere trabajo y, como todos sabemos, mucho trabajo. Un trabajo que sentimos que nos supera muchas veces, un trabajo que sentimos que, con frecuencia, es mayor del que podemos hacer. Pero, a pesar de todo, lo tenemos que hacer, o, por lo menos, tenemos que hacer todo lo que nosotros podemos llevar a cabo, conscientes de que Dios nunca nos va a pedir más de nuestras posibilidades, de acuerdo a los dones que nos ha otorgado. 
Pero hay algo más: El proyecto de familia, como un don de Dios en el que tenemos que trabajar, no es algo individual (yo lo tengo que sacar), ni siquiera algo de la pareja (nosotros lo tenemos que sacar). El proyecto de familia está estructurado de tal modo que, según la propia madurez, todos los miembros de la misma tienen que ir interviniendo en él. Podríamos decir que el proyecto de familia se nos da para que los seres humanos lo realicemos en comunión con los otros y, trabajando unos con otros, todos nos hagamos cargo de nuestras vidas recíprocamente. Cada persona, necesita esta aportación de cada ser humano con el que convive en la comunidad familiar, y también lo necesita toda la sociedad.

jueves, 24 de enero de 2013

LA COMUNIDAD FAMILIAR: EL PROYECTO DE LA VIDA



Al iniciar el año, nos hacemos propósitos de muchos tipos, sería muy importante que todos ellos estuviesen dentro de los proyectos esenciales de la vida, entre los cuales el primero, es la familia. A veces, se nos olvida hacer propósitos para la comunidad familiar en la que vivimos y de la que somos responsables. Queda claro que cualquier proyecto que queramos sacar adelante en la familia requiere una condición esencial del ser humano, que es el trabajo. Reflexionar sobre el proyecto familiar, va a concluir necesariamente con la reflexión sobre el modo en que trabajamos en él, sobre la actitud de seriedad con que nos tomamos el proyecto-familia, de modo que no se acabe quedando en un conjunto de ilusiones y buenos deseos, sino que pueda ir alcanzando, en la medida de los limites y las posibilidades humanas, unos frutos que sean permanentes. 
Porque la familia no es un proyecto cualquiera. La familia es un proyecto que nace de un don: don que las personas se hacen entre si y el don que en ese hogar Dios hace a cada persona que los conforman. No se nos ha de olvidar que Dios no da a nuestra vida solo cosas, sino que también nos da personas. Para poder llevar adelante el don de la familia, Dios nos enriquece de creatividad y de fuerza, de genialidad y de vigor,de modo que seamos capaces de colaborar con El. En este sentido, Dios quiere que, además de nuestra colaboración material en la comunidad familiar, participemos activamente con todos los dones que de El hemos recibido: la singular dimensión espiritual, formada por nuestra inteligencia, nuestra voluntad, la capacidad de trascendencia, y asi llevar a plenitud a sus planes sobre ella. Dios ha hecho de nosotros un regalo para nuestra familia, a fin de que nos hagamos cargo, orientados a Él y juntamente con Él, de los dones que ha puesto en nuestra vida. Y nuestra familia es el mayor de estos dones.