jueves, 23 de mayo de 2013

UNA CATARATA EN MI CASA


La familia no llena por completo su misión en este mundo si se construye de modo cerrado sobre sí misma, como si viviera en una burbuja o en una cápsula de felicidad azucarada. La familia, por propia naturaleza, debe ocasionar una catarata de bienes: de los esposos a los hijos, de los hijos a su vivencia como hermanos, de la comunidad familiar hacia la comunidad más amplia de la sociedad y de la Iglesia. La comunidad familiar tiene que descubrirse llamada a prolongarse en el bien que sus miembros pueden realizar en la sociedad. Cuando la comunidad familiar se convierte en una fuente de irradiación de bien, en inspiración para otras familias o comunidades, todos salen beneficiados. Cuando la comunidad familiar es fuente de apertura, de servicio, se produce lo que podríamos llamar “la proactividad del amor”, es decir el que cada familia, y cada miembro de la familia, sea capaz, de modo personal y responsable, de traducir lo que vive en el interior propio y en el de la familia en comportamientos y, a veces también, en estructuras de bien en el entorno en que vive. De esta “proactividad del amor” nadie queda excluido, pues incluso los jóvenes pueden ampliar el horizonte de la caridad a las demás personas, cuando comparten la experiencia de amor y de servicio que han aprendido en casa, y se abren a formas –pequeñas o grandes– de servicio a los demás. Esto hace que incluso la familia, incluso tomada en su aparente pequeñez particular, pueda llegar a ser sembradora de comunidad y multiplicadora del amor, en una sociedad que tiende a orientarse al individualismo para solucionar sus dificultades, en vez de descubrir, en la construcción de comunidades, el modo de enfrentar los normales problemas de la vida diaria. 

Además, la familia cristiana puede proyectarse en una dimensión adicional. Esto sucede cuando se descubre la rica relación entre la comunidad familiar y la comunidad de la iglesia. La iglesia ni es una comunidad abstracta, como cuando decimos “qué mal esta la iglesia”, como si habláramos de los problemas de descenso que tiene un equipo de fútbol, ni tampoco la iglesia es el grupo que la dirige, como cuando identificamos la iglesia con los obispos o los ministros sagrados. Las familias cristianas hacen de la iglesia algo real, vivo, cotidiano, pues las familias hacen de la comunidad parroquial una Iglesia entre las casas de la gente. Por otro lado, si queremos hacerle un bien a la iglesia, trabajaremos ayudando a las familias a evitar la tentación de encerrarse en su «apartamento» y a abrirse a la experiencia de una comunidad de fe y amor con las demás familias. La familia cristiana lleva a plenitud la multiplicación del bien, en su interior y en su entorno, cuando se deja llenar por la presencia de Jesús en la eucaristía. La Eucaristía dominical es el motor del servicio hacia todos y la familia es la red a través de la cual se transmite este servicio. En la Eucaristía dominical Jesús está en medio de cada familia y de cada comunidad como uno que sirve. Si debe haber algo propio de una comunidad familiar cristiana, esto debe ser el servicio de la caridad, que se vive de modo muy especial en el testimonio que se ofrece cuando se vive de verdad lo que implica ser una familia cristiana. Una familia que ha entendido que una catarata no se puede encerrar en el salón de estar.

(Con textos de LA FAMILIA, EL TRABAJO Y LA FIESTA)

viernes, 17 de mayo de 2013

¿QUE HAY PARA COMER?






Cuando vemos a unos novios que se van a su luna de miel, seriamos ingenuos si pensáramos que una vez casados, su comunidad familiar empieza a caminar en automático, de una vez para siempre. Toda familia, la que empieza y la que lleva mucho tiempo en la vida, necesita alimentarse, para que el desgaste cotidiano no acabe por deteriorarla. La comunidad familiar se alimenta del amor. Esta frase suena bonita ¿no? pero no es tan fácil hacerla concreta o no reducirla a un sentimiento que se evapora con mucha facilidad. ¿En qué consiste el amor que forma la comunidad de la familia? El amor, muchos más que ser un sentimiento, es una relación, es el encuentro de dos personas que se descubren como importantes de modo mutuo y que, como decía C.S. Lewis: nos enseña primero a notar a las personas que “casualmente estaban ahí”, luego a soportarlas, después a sonreírles, más tarde a disfrutarlas y, finalmente a apreciarlas. ¿Hechas para nosotros? Gracias a Dios que no. Son ellas mismas, más singulares de lo que pudimos haber creído y mucho más valiosas de lo que sospechamos. Amar, por tanto, es, primeramente, no tanto sentir, sino relacionarse. 

Ahora bien, al amor no le basta relacionarse, sino que tiene que comportar decisiones que confluyan hacia un bien. Sería absurdo que se estableciese una relación entre dos personas que fuera para el daño de los que la viven, esto es lo que sucede cuando se dan relaciones de sumisión, de codependencia, de abuso, etc. Decidir por el bien es siempre un reto, porque el egoísmo tiende a aislar, o a bloquear para orientarse hacia la decisión correcta de cara al bien de la relación. La relación tiene que ser un bien para aquellos que la viven: Un bien para el otro, un bien para uno mismo, un bien para la familia que forma. Lo que explica que una comunidad vaya adelante o se resquebraje son las decisiones que se toman: en lo afectivo, en lo económico, , en el uso de la sexualidad, en el manejo del propio temperamento, en la educación de los hijos etc. Son necesarias decisiones que tienen como consecuencia el bien de la persona, de la relación, el bien del alma del otro, el bien de la psicología del otro. El bien necesita decisiones, sin ellas el amor se va cayendo, enfriando, maltratando. 

Finalmente, el amor no se encierra en la relación de dos. El amor se expande de modo necesario, normalmente, en primer lugar, hacia los hijos. La vida familiar no puede limitarse a dar cosas y a cumplir con compromisos: debe hacer crecer el vínculo entre las personas, y elevarse hasta tocar también lo espiritual. Asimismo, cuando desde la familia se vive una experiencia de servicio en casa, por la ayuda recíproca y la participación en las fatigas comunes, se puede hacer nacer un corazón capaz de amor. En la familia. los hijos experimentan día tras día la entrega de los padres y su servicio, aprendiendo de modo concreto, por su ejemplo, el secreto del amor. Esta experiencia derivará hacia los horizontes más amplios de aquellos que vemos necesitados de nuestro amor. Es el amor que se hace solidaridad con el pobre. Es el amor al necesitado, en su cuerpo o en su espíritu, y al que se cruza en nuestras vidas pidiendo, a veces de modo silencioso, que caminemos a su lado. En el caso concreto de la familia cristiana, la eucaristía es el sacramento que alimenta el amor de la familia pues recuerda lo que dijo e hizo Jesús: este es mi cuerpo entregado, esta es mi sangre derramada por ustedes y para todos. Esta frase: «por ustedes y para todos» vincula la vida de la familia (por ustedes) y la apertura a los demás (para la multitud). De este modo, encontramos el gran sentido del amor que se vive en la familia: se nos da a nosotros a fin de que sea para todos. De este modo, encontramos el alimento que nutre la familia a lo largo del camino de la vida.

(con textos de La familia: el trabajo y la fiesta) 














sábado, 11 de mayo de 2013

CUANDO LA BUENA VOLUNTAD NO BASTA: TRES MODOS DE NO PERDER LA FAMILIA




Con frecuencia decimos que querer es poder. La vida nos enseña que de buenas voluntades están hechos muchos fracasos. Para formar la comunidad que es la familia, no basta con la voluntad de estar juntos, o con los buenos deseos de que las cosas vayan bien. Para construir la familia es necesario forjar en el interior de las personas algo que haga pasar del “estar juntos” al “estar unidos”: a esto lo podemos describir con las palabras comunión, o sus sinónimos: concordancia, sinergia. La esencia que forma una comunidad es la comunión, que consiste en la participación de las personas en un proyecto común, una participación que alcanza lo más profundo de la relación de unos con otros. Sin esta participación, es imposible una comunidad. Sin comunión, la familia puede resultar una agrupación, una masa, una colectividad, pero carecerá de la liga interior que hace de la unión algo vivo, algo verdaderamente humano. Muchos de los fracasos para hacer comunidad familiar en nuestra época nacen del olvido de esto y también del descuido de tres rasgos muy necesarios para que la comunidad exista y permanezca. Como es lógico estos rasgos han de ser recíprocos y vivirse con la intención de dar lo mejor de uno en esta triple relación con el otro que es mi cónyuge, mi hijo, mi padre, mi hermano.

El primer rasgo es la apertura al otro. Abrirse no es sencillo, pues implica permitir que alguien entre en lo propio de uno mismo, que alguien pueda ingresar en mi vida y en mi espacio, una entrada que no debe buscar invadirme, sino vivir mi vida conmigo. Esta apertura implica la capacidad de permitir al otro que tome conmigo las riendas del proyecto común con el que ambos construiremos la pareja o la familia. Para esto será necesario tener muy claro cómo es el otro y ver si se puede llevar a cabo un proyecto común con él.

El segundo rasgo es la disponibilidad al otro. La disponibilidad conlleva saber armonizar comportamientos, lugares, tiempos, relaciones, de modo que puedan coexistir, por un lado, la propia persona y la propia identidad y, por otro lado, la relación con el otro como algo prioritario. La disponibilidad no es fácil, pues implica tener muy claro quién es uno mismo y encontrar el modo de combinarlo con lo que implica el vivir con el otro.

El tercer rasgo es trabajar para que las relaciones de familia generen un servicio, de modo que todos sean “útiles” para todos. Y, al mismo tiempo, hacer que los servicios que se prestan unos a otros en el hogar se traduzcan en relaciones cada vez más profundas. Este último rasgo (servicio-relación, relación-servicio) es consecuencia de los otros dos, pues hace que la vida común no sea una suma de funciones prácticas o utilitarias, sino el marco en el que se ahonda en la relación y el servicio al otro. Esto acaba siendo el tejido diario de la comunidad familiar, pues hace que las cosas diarias no sean escuetamente tareas del hogar, o que el trabajo no sea solo una carga por necesidad económica, sino que las cosas cotidianas se conviertan en el modo de relacionarse y de servir a la comunidad familiar, llenando de sentido todo lo que se hace. Así, hacer una comunidad, será una tarea de todos los días, de todas las personas y de todo lo que uno tiene y es.

sábado, 4 de mayo de 2013

¿SOLOS O... BIEN ACOMPAÑADOS?


El tiempo de pascua se nos puede escapar de modo inadvertido, pues es un tiempo en que todo regresa a la normalidad. Pasada la Semana Santa, los temas religiosos dejan de ser preferentes y otras mil cosas, que también son importantes, ocupan nuestra atención. Por ello, podríamos perder de vista uno de los aspectos más importantes del tiempo de pascua: pascua es un tiempo para reconstruir nuestra comunidad. El tiempo de pascua nos deja claro que hay alguien que, más allá del individualismo, da su vida por nosotros. La pascua nos enseña que la muerte y resurrección de Jesús rompen el pecado que nos hace egoístas. Por eso, en la pascua no cabe el individualismo. Si lo comparamos con otras épocas del año, vemos que, en cierto sentido, navidad es como si Dios nos necesitara, y cuaresma es como si tuviéramos que hacer méritos para estar cerca de Dios. Pero la pascua no es así. En la pascua, como en ningún otro momento del año, descubrimos que cada uno necesita de los demás.

Esta ruptura del individualismo no puede dejar indiferentes a la vida de la familia. El don completo de Jesús a cada uno de nosotros en la pascua, hace ver que, aunque a veces pretenda que se basta a si mismo, el ser humano necesita de la comunidad, le es esencial el tener una comunidad en la que vivir, con la que relacionarse, en la que apoyarse, en la que encontrar un complemento. La cultura moderna nos hace pensar que lo normal es romper con la comunidad, pero nos muestra también luminosamente que los hombres y las mujeres no dejan de hacer todo tipo de intentos por formar una nueva comunidad, lo que manifiesta una honda necesidad interior. La comunidad se rompe por muchas causas, pero hay un dinamismo que siempre aparece: mientras el pecado y el mal dispersan, la presencia de Dios y del bien congregan, reúnen. Mientras el pecado y el mal tienden a crear separaciones, Dios y el bien tienden a reunir a los seres humanos en la armonía. La familia necesita de la presencia del bien y de Dios para, a pesar de  las fragilidades, mantenerse en comunidad, para seguir siendo comunidad. El tiempo de pascua, que sigue avanzando, nos llama a preguntarnos como podemos convertir nuestra familia en una mejor comunidad y cómo podemos luchar contra todo aquello que busca fracturar nuestro hogar.