jueves, 4 de noviembre de 2010

EL MATRIMONIO: DE LA CIZAÑA AL TRIGO (II)



2. La presencia de la cizaña
25 Pero mientras todos dormían vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. 26 Cuando creció el trigo y aparecieron las espigas, también apareció la cizaña.


Con todo, no podemos negar la presencia del mal. El mal que en el matrimonio proviene de diversas fuentes. A veces proviene de los hábitos que se han adquirido a lo largo de la educación en los años previos. A veces proviene de las decisiones equivocadas que se han tomado, tanto a la hora de hacer el compromiso, como a la hora de establecerlo y vivirlo. A veces proviene de la aceptación de estilos y modos, que van en contra de lo que los dos han determinado como valores prioritarios en la familia.
Tarde o temprano, aparece la cizaña. La cizaña es parásita, se alimenta del bien que hay en el matrimonio, crece a su lado, pero no sirve como alimento del ser humano. Es difícil que podamos eludir que se haga presente en el campo de la vida. Como dice Juan Pablo II: la injusticia originada por el pecado —que ha penetrado profundamente también en las estructuras del mundo de hoy— y que con frecuencia pone obstáculos a la familia en la plena realización de sí misma y de sus derechos fundamentales.
Así, la cizaña penetra profundamente en la realidad humana, poniendo obstáculos a la familia y al matrimonio en la plena realización de sí mismos y destruyendo su capacidad de dignificar al ser humano. La cizaña penetra en la estructura matrimonial y apaga la fidelidad, debilita la fortaleza, fomenta el egoísmo, hace crecer el individualismo, oscurece la conciencia moral, nubla el juicio sobre lo necesario y prudente en las decisiones que se toman o en las actitudes que se asumen.
Además, la cizaña ciega la capacidad de ver los derechos del otro, los derechos de los hijos, la dignidad de la otra persona y las consecuencias que esta dignidad tiene en la vida diaria. La cizaña nada más permite verse a uno mismo, pensar para uno mismo, desplaza a los demás de la propia vida, de las propias decisiones y del propio corazón.
El pecado origina una grave injusticia en el matrimonio, injusticia con el cónyuge, injusticia con los hijos, injusticia con las promesas realizadas, injusticia con las personas que confían en uno. Es la injusticia que proviene del egoísmo, de la soberbia, de la búsqueda del propio placer, por encima de la dignidad de los demás, de la avaricia que se infiltra y endurece los corazones, de la falta de caridad que destruye a los otros en la propia vida.

3. Llamar a las cosas por su nombre y autor
27 Los peones fueron a ver entonces al propietario y le dijeron: “Señor, ¿no habías sembrado buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?”. 28 Él les respondió: “Esto lo ha hecho algún enemigo”.


El primer paso para combatir la presencia de la cizaña en la propia vida, es su reconocimiento como un daño para la familia y para el matrimonio. Es un daño que no debe sorprendernos, dadas las características de fragilidad del ser humano. Un daño que uno no esperaría, un daño que uno no querría, pero no por ello, un daño menor. Pero sigue siendo un daño.
Un daño que además lo hace un enemigo. Es decir, no es un daño para nuestro bien, es un daño para nuestro mal, para destruir el bien que es el matrimonio y la familia, para destruir el bien que es la plenitud personal, la realización propia, la santidad del corazón. Mientras no veamos al mal como un enemigo, como fruto de un enemigo, será muy difícil combatirlo, cambiarlo, derrotarlo. El problema es que muchas de los criterios de nuestro entorno no solo minimizan el mal, también lo justifican, incluso lo proponen como camino de realización personal. Y entonces es imposible salir de él. No es una cuestión de juzgar puritanamente a nuestra sociedad o a los males que descubrimos en nosotros, es una cuestión de llamar a cada cosa por su nombre con gran realismo.
“El discípulo le pregunta al maestro: Si Dios viera a los buenos blancos y a los malos negros, ¿cómo me vería a mí? Y el maestro respondió: A rayas…”. Nadie es perfecto, como en esta historia. Pero tenemos que distinguir las rayas de la vida, para saberlas poner en su lugar y manejarlas adecuadamente.
Solamente cuando vemos el mal como mal, y como fruto de un enemigo del matrimonio, se puede comenzar un camino de conversión, de cambio, de mejora en el matrimonio, solamente así se puede establecer una renovación en la vida conyugal. Este cambio comienza con la reconstrucción de la mente (hay algo malo) y del corazón (no quiero eso malo que hay). Este cambio sigue con el crecer interior de la oposición al mal en nuestro interior, en modo serio, exigente, progresivo. Mientras la conciencia justifica el pecado o el mal, seguiremos confundiendo el trigo con la cizaña.
(...)

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