sábado, 11 de mayo de 2013

CUANDO LA BUENA VOLUNTAD NO BASTA: TRES MODOS DE NO PERDER LA FAMILIA




Con frecuencia decimos que querer es poder. La vida nos enseña que de buenas voluntades están hechos muchos fracasos. Para formar la comunidad que es la familia, no basta con la voluntad de estar juntos, o con los buenos deseos de que las cosas vayan bien. Para construir la familia es necesario forjar en el interior de las personas algo que haga pasar del “estar juntos” al “estar unidos”: a esto lo podemos describir con las palabras comunión, o sus sinónimos: concordancia, sinergia. La esencia que forma una comunidad es la comunión, que consiste en la participación de las personas en un proyecto común, una participación que alcanza lo más profundo de la relación de unos con otros. Sin esta participación, es imposible una comunidad. Sin comunión, la familia puede resultar una agrupación, una masa, una colectividad, pero carecerá de la liga interior que hace de la unión algo vivo, algo verdaderamente humano. Muchos de los fracasos para hacer comunidad familiar en nuestra época nacen del olvido de esto y también del descuido de tres rasgos muy necesarios para que la comunidad exista y permanezca. Como es lógico estos rasgos han de ser recíprocos y vivirse con la intención de dar lo mejor de uno en esta triple relación con el otro que es mi cónyuge, mi hijo, mi padre, mi hermano.

El primer rasgo es la apertura al otro. Abrirse no es sencillo, pues implica permitir que alguien entre en lo propio de uno mismo, que alguien pueda ingresar en mi vida y en mi espacio, una entrada que no debe buscar invadirme, sino vivir mi vida conmigo. Esta apertura implica la capacidad de permitir al otro que tome conmigo las riendas del proyecto común con el que ambos construiremos la pareja o la familia. Para esto será necesario tener muy claro cómo es el otro y ver si se puede llevar a cabo un proyecto común con él.

El segundo rasgo es la disponibilidad al otro. La disponibilidad conlleva saber armonizar comportamientos, lugares, tiempos, relaciones, de modo que puedan coexistir, por un lado, la propia persona y la propia identidad y, por otro lado, la relación con el otro como algo prioritario. La disponibilidad no es fácil, pues implica tener muy claro quién es uno mismo y encontrar el modo de combinarlo con lo que implica el vivir con el otro.

El tercer rasgo es trabajar para que las relaciones de familia generen un servicio, de modo que todos sean “útiles” para todos. Y, al mismo tiempo, hacer que los servicios que se prestan unos a otros en el hogar se traduzcan en relaciones cada vez más profundas. Este último rasgo (servicio-relación, relación-servicio) es consecuencia de los otros dos, pues hace que la vida común no sea una suma de funciones prácticas o utilitarias, sino el marco en el que se ahonda en la relación y el servicio al otro. Esto acaba siendo el tejido diario de la comunidad familiar, pues hace que las cosas diarias no sean escuetamente tareas del hogar, o que el trabajo no sea solo una carga por necesidad económica, sino que las cosas cotidianas se conviertan en el modo de relacionarse y de servir a la comunidad familiar, llenando de sentido todo lo que se hace. Así, hacer una comunidad, será una tarea de todos los días, de todas las personas y de todo lo que uno tiene y es.

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