Con frecuencia decimos que querer es poder. La vida nos enseña
que de buenas voluntades están hechos muchos fracasos. Para formar la comunidad
que es la familia, no basta con la voluntad de estar juntos, o con los buenos deseos
de que las cosas vayan bien. Para construir la familia es necesario forjar en el
interior de las personas algo que haga pasar del “estar juntos” al “estar unidos”:
a esto lo podemos describir con las palabras comunión, o sus sinónimos: concordancia,
sinergia. La esencia que forma una comunidad es la comunión, que consiste en la
participación de las personas en un proyecto común, una participación que alcanza
lo más profundo de la relación de unos con otros. Sin esta participación, es imposible
una comunidad. Sin comunión, la familia puede resultar una agrupación, una masa,
una colectividad, pero carecerá de la liga interior que hace de la unión algo vivo,
algo verdaderamente humano. Muchos de los fracasos para hacer comunidad familiar
en nuestra época nacen del olvido de esto y también del descuido de tres rasgos
muy necesarios para que la comunidad exista y permanezca. Como es lógico estos rasgos
han de ser recíprocos y vivirse con la intención de dar lo mejor de uno en esta
triple relación con el otro que es mi cónyuge, mi hijo, mi padre, mi hermano.
El primer rasgo es la apertura al otro. Abrirse no es sencillo,
pues implica permitir que alguien entre en lo propio de uno mismo, que alguien pueda
ingresar en mi vida y en mi espacio, una entrada que no debe buscar invadirme, sino
vivir mi vida conmigo. Esta apertura implica la capacidad de permitir al otro que
tome conmigo las riendas del proyecto común con el que ambos construiremos la pareja
o la familia. Para esto será necesario tener muy claro cómo es el otro y ver si
se puede llevar a cabo un proyecto común con él.
El segundo rasgo es la disponibilidad al otro. La disponibilidad
conlleva saber armonizar comportamientos, lugares, tiempos, relaciones, de modo
que puedan coexistir, por un lado, la propia persona y la propia identidad y, por
otro lado, la relación con el otro como algo prioritario. La disponibilidad no es
fácil, pues implica tener muy claro quién es uno mismo y encontrar el modo de combinarlo
con lo que implica el vivir con el otro.
El tercer rasgo es trabajar para que las relaciones de familia
generen un servicio, de modo que todos sean “útiles” para todos. Y, al mismo tiempo,
hacer que los servicios que se prestan unos a otros en el hogar se traduzcan en
relaciones cada vez más profundas. Este último rasgo (servicio-relación, relación-servicio)
es consecuencia de los otros dos, pues hace que la vida común no sea una suma de
funciones prácticas o utilitarias, sino el marco en el que se ahonda en la relación
y el servicio al otro. Esto acaba siendo el tejido diario de la comunidad familiar,
pues hace que las cosas diarias no sean escuetamente tareas del hogar, o que el
trabajo no sea solo una carga por necesidad económica, sino que las cosas cotidianas
se conviertan en el modo de relacionarse y de servir a la comunidad familiar, llenando
de sentido todo lo que se hace. Así, hacer una comunidad, será una tarea de
todos los días, de todas las personas y de todo lo que uno tiene y es.
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