lunes, 6 de diciembre de 2010

SEMBRADORES DE AMOR (II) UN CORAZON DE CAMINO

Evangelio de San Mateo cap 13, nn. 4-9 y 19-23

Les decía: «El sembrador salió a sembrar. 4 Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron. (19 Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino.)


Somos imagen de Dios porque él ha sembrado una semilla en nosotros, la semilla de su imagen y semejanza. Nuestro espíritu es semejante al de Dios. No somos Dioses, pero somos como Dios en la medida en que replicamos en nosotros la imagen que en nosotros se ha sembrado. Por el contrario, cuando desfiguramos esa imagen, todo comienza a desmoronarse en nuestro interior, perdemos la imagen, perdemos la referencia. El matrimonio es también una imagen de Dios. Con frecuencia en la biblia encontramos la imagen del Dios esposos de su pueblo, esposo de la humanidad.
Por eso cuando Dios siembra el matrimonio en una pareja, también está sembrando su imagen esponsal. Dios no es un ser egoísta que se queda encerrado en sí mismo, sino que por ser un Dios cuya esencia es el amor, sale a sembrar este mismo amor en su creación y de modo especial siembra ese amor en sus creaturas espirituales, en los ángeles y en nosotros. En el caso concreto del ser humano esta imagen de Dios amor se lleva a cabo no de modo individual, sino de modo complementario a través del hombre y de la mujer. Dios sale a sembrar el matrimonio en el mundo, Dios sale a sembrar su imagen de amor en el mundo. Como dice Juan Pablo II en Familiaris Consortio n.11: Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano. En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada. El amor abarca también el cuerpo humano y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual.
Esta acción de Dios que siembra su imagen de amor, encuentra diversos campos sobre los que cae este esfuerzo por llenar de amor a la humanidad. La forma en que cada campo lo recibe, marca el efecto del amor de Dios. Cada uno de estos campos nos enseña también los diversos modos de responder en la vida matrimonial al amor de Dios.
El primer campo es el camino. Aunque cada matrimonio está llamado a recibir todo el amor de Dios, a veces los matrimonios pueden ser tierra de camino. La tierra de camino es dura, alguna vez fue fértil, es capaz de permitir que broten algunas hierbas, pero todo está llamado a durar poco. Así sucede con algunas situaciones de la vida matrimonial. El paso de las personas, del tiempo, de las circunstancias, han ido haciendo de lo que una vez fue campo fértil sea una simple tierra de camino. Ya no se es capaz de recibir las semillas, los granos, que caen con abundancia, rebotan sobre la superficie, quedándose peligrosamente expuestos. Y el destino de la gran mayoría de esos granos será caer en los picos de los pájaros, de los animales que están listos para recoger lo que no se acepta con sinceridad.
También muchos matrimonios tienen áreas de su vida que son así. Áreas que se han dejado endurecer a base de decepciones, a base de dolor. Áreas que se han dejado endurecer a base de egoísmos, a base de perezas. Áreas que se han dejado endurecer porque nunca se quisieron cultivar, porque siempre fue más cómodo dejarlo como tierra de paso. El ser humano se puede olvidar de su vocación al amor y permitirse el endurecimiento en una decisión de egoísmo. Los frutos sin embargo quedan patentes en la parábola. El matrimonio queda estéril, marcado por una soledad que nace del sentimiento de despojo de lo que podría haber sido un fruto maravilloso.

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