jueves, 4 de julio de 2013

ELEGIR EL BIEN, MIRAR EL FUTURO


Por mucho que se quiera no hay forma de prever todos los elementos en los que los hijos tendrán que desarrollar sus vidas: es imposible que los padres puedan prepararlos a enfrentar todas las realidades, la velocidad a la que se mueve la sociedad actual y las relaciones de la misma lo hacen prácticamente improbable. Solo cuando la familia forja una estructura moral y unas virtudes se da la oportunidad de que cada hijo desafíe su vida y su futuro con mayor capacidad de éxito, o que por lo menos tenga la fortaleza para mantener su identidad y sus valores en medio de ambientes que no siempre se podrá pronosticar si son positivos o negativos. Los padres no pueden garantizar a los hijos un crecimiento en riqueza, prestigio, seguridad. Sin embargo, si les ayudan a cultivar las virtudes, la siguiente generación podrá mirar al futuro con esperanza, pues han sido educados con perseverancia al bien. 
Es precisamente esta la gran tarea de una familia, educar a los hijos a elegir el bien. El bien no siempre está a la mano, ni siempre es fácil, ni siempre es completo, pero si en el corazón está estructurado el buscar el bien, tarde o temprano el ser humano será capaz de encontrar el camino, como decía hace poco el Papa Francisco: ¡Hemos sido creados hijos a imagen de Dios y la sangre de Cristo nos ha redimido a todos! Y todos tenemos el deber de hacer el bien. Y, este mandamiento de todos hacer el bien, pienso que es un buen camino para la paz. Si nosotros, cada uno por su parte, hace el bien a los demás, nos encontraremos allá, haciendo el bien; y lo hacemos poco a poco, lentamente, realizamos aquella cultura del encuentro: la que tanto necesitamos. Encontrarse haciendo el bien. ‘Pero yo no creo, padre, ¡yo soy un ateo!’. Pero haz el bien: nos encontramos allá". Ciertamente, elegir el bien no es siempre sencillo, porque en todos nosotros habitan enemigos que buscan oscurecer nuestra capacidad de preferirlo, como son el egoísmo, la resignación, o el materialismo. Todos ellos amarran al ser humano para impedirle caminar por el camino del bien, o hacerlo más lento para distinguir ese sendero. 
Elegir el bien es siempre un riesgo, porque implica no conformarse con lo que ya se ha encontrado, sino preferir lo que es más bello, más prometedor, más grande. Esto no es una tarea de lo que podríamos llamar “la cultura superacionista”, sino tarea de quien sabe que, en la circunstancia en la que se encuentre, siempre buscará ofrecer algo más, algo mejor, algo que dé un poco más de esperanza. Que, aunque sea un poquito, cada uno puede dejar algo mejor detrás de sí, porque ha elegido algo mejor para ir delante de sí. Es dejar, en lenguaje cristiano, que la chispa divina presente en cada uno y que ni siquiera el pecado ha eliminado, pueda renovar la sociedad según el designio de su Creador, impulsados por la generosidad que, al estilo de Dios, permite mirar más lejos y vivir una alegría mayor, una esperanza más fuerte, una mayor valentía en sus decisiones. 
Por eso, la familia, sobre todo la familia cristiana, además de ayudar a elegir el bien, también debería ayudar a elegirlo según el marco de referencia que supone la ley de Cristo que enseña a amar a los demás como Él nos ha amado. Educar en el bien según este estilo edifica corazones de hijos de Dios a semejanza del Padre, y, yendo más allá de los cálculos y garantías del propio interés, evita que la familia se encierre en la lógica del provecho egoísta, descuidando el futuro de la sociedad. Enseñar a elegir el bien desde el marco de Dios es certeza de que los hijos podrán enfrentar un mundo que ya no será el mundo de sus padres. 

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